Muchas obras literarias antiguas hablan de sistemas de tracción basándose en el mecanismo de la grúa. Ejemplos como el arquitecto romano Vitruvio (287 a. C. – 212 a. C.), que construyó el suyo probablemente en el año 236 a. C. o Ibn Khalaf al-Muradi (el Leonardo islámico) que describen el año 1.000 en su «Libro de los Secretos», el uso de un elevador como dispositivo de elevación para subir cargas de gran peso para golpear y destruir fortalezas.
La invención de un nuevo sistema, basado en la transmisión a tornillo, supuso el primer eslabón de los ascensores modernos. Ideado por Ivan Kulibin e instalado en el Palacio de Invierno de San Petersburgo el año 1793. En 1823 se inauguró una «cabina de ascenso» en Londres, creada por Burton y Homer, y que permitía elevar 20 personas a una altura de 37 metros. La seguridad hasta entonces era reducida, por lo que no se puede considerar a ninguno de ellos el primer ascensor público.
Fue en el año 1851 que se inventó el primer prototipo de montacargas, una plataforma elevadora unida a un cable para subir y bajar mercancías y gente. Debido a la proliferación de edificios cada vez más altos, la gente era más reacia a subir largas escaleras. También prosperaron los grandes almacenes por lo que surgió la necesidad de un mecanismo que trasladará a los clientes de un piso a otro con el mínimo esfuerzo.
El montacargas inspiró a Elisha G. Otis para inventar un elevador con sistema dentado, como medida de seguridad en caso de caída por rotura de la cuerda de sustentación. Fue el primer elevador destinado al público y se inauguró el 23 de marzo de 1857, en la tienda de objetos de porcelana E.V. Haughwout & Co, situada en Broadway. Impulsado por una pequeña máquina de vapor podía transportar hasta seis personas a una velocidad de 10 metros por minuto.
Gracias a su invento se inició una nueva era, la de la conquista de los cielos, que cambió para siempre el paisaje de las ciudades, poblándose de grandes rascacielos necesitados de elevadores verticales.